Impregnado por mi marcada afición al mundo del séptimo arte, utilizaré el título de esta película de fantasía infantil de mediados de la década de los 80, para intentar reflejar la estrecha y afilada frontera existente en el mundo del asesoramiento fiscal entre los deseos del cliente y la conducta del profesional que intenta aconsejarle y ayudarle.
En la mencionada película, Bastián, el ávido y joven lector del libro que sustenta su argumento, debe lograr introducirse en el mismo para dar solución a ese conflicto imaginario que tan funestas consecuencias tendrá para el mundo de la fantasía.
Sin querer establecer paralelismos estériles entre el film y el ejercicio de la profesión de asesor fiscal, no me queda otra que considerar a todos los clientes a los que atendemos, los lectores que deben meterse en su propio papel dentro del complicado mundo (nada fantástico) de la tributación fiscal para conseguir, siempre de la mano de su asesor, encontrar soluciones prácticas y justas aunque sacrificadas que tengan buen final, o bien, destrozar todo su mundo de fantasía construido con movedizas bases de fraude generalizado que al final, sólo traen nefastas consecuencias en forma de multas y sanciones.
Y es ahí donde quiero ahondar para mentalizar a muchos asesores, sobre el camino a seguir y que deben trasladar a sus clientes si no quieren seguir permanentemente en el ojo del huracán y dentro de esta otra historia interminable que se vive en cada duro e intenso período de liquidaciones que nos toca afrontar año tras año.
No crean que el tema es nada fácil. Se lo dice alguien que lleva luchando en la “arena” más de 25 años, habiendo presenciado de todo un poco: faenas espectaculares con puerta grande, muchas de aliño, bastantes cogidas leves de fácil recuperación, y algunas tan graves que, aunque no provocaron daño físico, el económico fue tan grande como para provocar el cierre de la empresa, y lo que es mucho peor, el despido de sus empleados.
Se preguntarán el porqué de hacerlo en la arena y no desde la barrera, donde raramente llegan esos morlacos de grandes pitones que quieren prendernos junto con nuestro cliente y sancionar esta o aquella conducta en principio fraudulenta o no ajustada a reglamento. Y la explicación es muy sencilla: al cliente hay que defenderlo como a cualquier acusado en un asunto judicial, desde el primer momento y siempre con la presunción de su inocencia por delante. Faltaría más.
Aunque aquí se plantea un auténtico debate deontológico bastante delicado. El abogado que defiende a un acusado de un delito como, por ejemplo, un crimen, no sabe a ciencia cierta si su acusado es o no culpable, salvo que sea parte activa de la comisión del acto o lo haya presenciado directamente. Pero en el caso del asesoramiento, en la mayoría de los casos, el asesor sí conoce de primera mano el grado de culpabilidad de su cliente ante ciertos hechos, bien por haber permanecido ajeno a los mismos, bien por haber sido el inductor de los mecanismos de defraudación llevados a cabo, ya que ciertos sistemas no los monta cualquiera, sino que provienen de auténticos expertos en la materia. Aunque en ese caso, estamos hablando de las grandes “ligas”, donde juegan las grandes corporaciones industriales y empresariales de mano de bufetes y consultoras de mucho prestigio y cierto tronío.
Si por contrario, el asesor alega desconocer el asunto por el que se requiere al cliente, queda claro que o no es un buen asesor porque no ha controlado a su cliente adecuadamente o sólo se limita a cumplir el expediente y es un mero rellena papeles que poco asesora. Es un mero gestor.
Sobre estas bases debemos de construir la relación con nuestros clientes: honestidad, sinceridad y transparencia absoluta, para que nadie se lleve sorpresas o sobresaltos cada vez que llegamos a un período de liquidaciones o declaraciones fiscales.
Por parte del cliente
Y aquí el problema fundamental es el coste que ello supone para el cliente. No es lo mismo viajar en un utilitario que en un sedán de alta gama. Llegar, llegaremos, pero el tiempo, la comodidad y la seguridad en nuestro viaje, serán diferentes. Como decían nuestros abuelos, nadie regala duros a cuatro pesetas.
Por parte del asesor
Sentadas estas mínimas bases para el desempeño de nuestra labor profesional, suenan de nuevo los clarines y nos enfrentamos cual cuadrilla torera (asesor y cliente) a un nuevo período de liquidaciones con las enormes tensiones y peligros que ello conlleva:
Llegan de nuevo otras 2-3 semanas de presión sofocante, de insomnio, de malos ratos, a veces de malas maneras y modos de conducta cuando menos reprochables y de un trabajo extenuante si el mismo no ha sido suficientemente planificado. Y sí amigos, eso es lo que hay. Ya sea en vaqueros o en pantalón de pana, ya sea en chaqueta y con corbata, o en chándal de mercadillo, hay que bajar a la arena y realizar cientos de liquidaciones con los menores errores posibles, en los plazos establecidos e intentando convencer, casi siempre sin lograrlo, que los impuestos que deben pagar son esos, y no otros por muy diversos motivos: mayores ventas, menores gastos, más personal, exceso de financiación externa, perdida de bonificaciones, ingresos por subvenciones, o miles de explicaciones más que debemos dar para que nuestro trabajo sea mínimamente creíble y si es posible, hasta respetado.
Dice nuestro sabio y rico refranero, que “para torear y casarse, hay que arrimarse”. Recuerden a partir de hoy que para asesorar hay que hacer lo mismo. Si no lo hacemos, probablemente ya no podremos ser calificados de asesores sino de meros tramitadores burocráticos.
Para terminar, una anécdota que me hizo pensar y casi replantearme esta profesión. Durante una de las típicas cenas de empresa que se realizan en nuestro país en Navidad, un cliente y con el paso de los años, buen amigo, me hizo entrega ante sus más de 100 empleados, de una placa de reconocimiento que rezaba: “en agradecimiento a su trabajo tan desagradable”. Siempre que alguien entra en mi despacho y la contempla, primero se sorprende. Luego, asiente con la cabeza y termina por darle la razón al autor de la frase grabada en metal para la posteridad. Yo también. Sí, “hermano”, cuánta razón llevabas y sigues llevando.
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