Un tributo es un derecho que la Administración Pública tiene a su favor sobre un ciudadano, al que llamamos contribuyente, que crea una obligación tributaria que consiste en el pago de una cuota tributaria.
El tributo nace de la aparición de un hecho imponible que es una circunstancia de hecho, definida por la Ley, que origina el nacimiento de la obligación tributaria.
A partir de este hecho imponible la Ley determina un momento del devengo del tributo y, también, el momento de su exigibilidad.
Además de esta obligación tributaria principal, que consiste en el pago de la cuota, existen otras obligaciones como las de realizar pagos a cuenta, retener, presentar declaraciones informativas y, por último, las llamadas obligaciones tributarias accesorias como son los recargos o intereses de demora sobre la cuota principal.
La Ley General Tributaria crea tres tipos de tributos:
Por lo tanto, los impuestos son un tipo de tributos cuya característica principal es que no están vinculados a un servicio o actividad concreta de la Administración, sino que se exigen, de manera abstracta, por un hecho imponible que nos dice la capacidad de contribuir del contribuyente.
Esta obligación de contribuir está fijada por el artículo 31 de la Constitución que dice: “Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”, y termina reservando a la Ley la capacidad de establecer este tipo de obligaciones.
Por lo tanto, la normativa constitucional exige que los tributos se apliquen:
Los impuestos directos, si el diseño que de ellos hace la Ley es correcto, cumplen todos los requisitos que acabamos de ver en el art. 31 de la Constitución.
En los impuestos directos la capacidad de contribuir se deduce de las características personales del contribuyente y, por ello, se aplican sobre la renta, patrimonio u otras manifestaciones de la riqueza del contribuyente y, en ellos, es normalmente el propio contribuyente quién los liquida y paga directamente a la Administración Tributaria que corresponda.
En España, los principales impuestos directos son:
A diferencia de lo que ocurría en el caso anterior, los impuestos indirectos no gravan manifestaciones de la riqueza o capacidad de pago del contribuyente, sino que gravan el uso o utilización que el contribuyente hace de sus recursos económicos ya que este uso se considera una manifestación indirecta de su capacidad económica. Por ello gravan el consumo.
Su mecánica, por lo tanto, es aplicar un porcentaje sobre el precio de venta de un artículo o servicio que el consumidor debe pagar.
El contribuyente que soporta el impuesto no paga directamente el mismo sino que lo hace a través de una subida de los precios que paga.
Esto significa que es muy difícil que los impuestos indirectos cumplan los requisitos que hemos visto antes del art. 31 de la Constitución.
En concreto, no cumplen en absoluto el principio de progresividad ya que el porcentaje que se aplica al precio del bien o servicio es el mismo con independencia de que quién lo paga tenga mayores o menores recursos económicos: todos pagan lo mismo.
Los principales impuestos indirectos en España son:
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