El Diccionario de la Real Academia Española define la cuota tributaria como “cantidad de dinero que corresponde pagar a un sujeto pasivo como consecuencia de la aplicación de un tributo”, por lo tanto con este término nos referimos a lo que tenemos que pagar como consecuencia de que se nos aplique un tributo.
Por su parte la Ley General Tributaria (Ley 58/2003, de 17 de diciembre, en adelante LGT) establece, en su art. 56, que la cuota tributaria se puede determinar aplicando el tipo de gravamen que corresponda a la base imponible o, en otros casos, según la cantidad fija que se señale por la norma que regula el tributo de que se trate.
Para su cálculo se puede acudir a diferentes medios de determinación:
Con estas herramientas hallamos la denominada cuota íntegra del impuesto, que es un cálculo previo de la cantidad a pagar al que se van a aplicar recargos, coeficientes, bonificaciones y deducciones, siempre previstas por la normativa del tributo, cuya aplicación nos lleva a la cuota líquida que es la cantidad que el contribuyente debe pagar en total por la aplicación de ese tributo.
Una vez obtenida la cuota líquida, se le restarán las deducciones, pagos fraccionados, retenciones, ingresos a cuenta y cuotas que procedan según la normativa del tributo que estamos aplicando: con ello obtenemos la denominada cuota diferencial que es la cantidad que el contribuyente tiene que pagar efectivamente en la declaración o autoliquidación del impuesto.
Como vemos la cuota tributaria es la obligación tributaria principal de los contribuyentes, junto a otras obligaciones de pago como en el caso de recargos, intereses o multas. Es el contenido fundamental de cualquier tributo y determina, en algunos casos, la posible existencia de un delito fiscal.
La Constitución Española, en su art. 31.3 establece este principio por el que una norma con rango de Ley, y no inferior, debe ser la que regule todos los elementos fundamentales de la relación tributaria.
Esto obliga a que sea una Ley la que fije tanto los elementos que fijan el nacimiento de la obligación tributaria como su liquidación y determinación.
Las normas de rango reglamentario solo pueden, por tanto, concretar aspectos secundarios en la aplicación del tributo.
Establecido por el art. 31.1 de la Constitución y, dado que el pago de los tributos tiene como objetivo el sostenimiento de los gastos públicos, estos pagos que realizan los contribuyentes deben ser acordes con su capacidad de pago.
Para ello deben aplicarse los principios de generalidad y de capacidad económica que hacen que estas obligaciones de pagos se soporten por todos los individuos, no pudiendo establecerse exenciones que no tengan una justificación, y que tales individuos realicen tales pagos de manera acorde con su situación económica y su capacidad de pago según sus circunstancias personales.
Respecto de la capacidad, la doctrina constitucional ha señalado que la renta que origina la obligación de pago no es necesario que sea real, sino que también puede ser potencial, si alguien renuncia a obtener determinados rendimientos puede ser gravado.
Recogido también por el art. 31.1 de la Constitución, por su aplicación se produce, ante un aumento de la base imponible del impuesto, un aumento de la cuota tributaria que no es proporcional sino que se grava en mayores porcentajes al que más tiene y en menores al que menos.
Es una consecuencia del anteriormente visto principio de justicia y capacidad económica; el Tribunal Constitucional ha dictaminado que esta progresividad debe aplicarse, más que a un tributo en concreto, al conjunto del sistema tributario.
El Estado debe gravar igual a sujetos que están en la misma situación y de manera desigual a sujetos que están en situaciones diferentes atendiendo a las circunstancias del caso.
La doctrina del Tribunal Constitucional establece que este principio no prohíbe cualquier desigualdad sino solamente las que no respondan a una causa razonable, solo estarán prohibidas las desigualdades que supongan una diferencia en situaciones que se consideren iguales sin estar justificada por una razón objetiva.
Esta diferenciación solo será admisible con la constitución en la mano si los resultados de la aplicación de la norma son adecuadas y proporcionales a los fines de la misma, evitando resultados que sean, para determinados individuos, gravosos o desmedidos.
Este principio está íntimamente ligado a los de capacidad económica y progresividad.
Prohíbe agotar la riqueza del contribuyente con la aplicación del tributo; lo que no puede suceder es que la aplicación de ese tributo, junto con las demás obligaciones tributarias del contribuyente, le priven de sus rentas y patrimonio.
En concreto hablamos de que un impuesto es confiscatorio cuando el contribuyente no puede pagarlo con sus rentas, sino que debe enajenar su patrimonio para poder realizar dicho pago.
Un ejemplo de impuesto confiscatorio que se suele poner sería un Impuesto sobre la Renta que alcanzara un tipo medio del 100% de los ingresos del contribuyente.
En tal sentido la normativa general del Impuesto sobre el patrimonio prohíbe que la aplicación conjunta de este impuesto con el IRPF pueda suponer un gravamen superior al 60% de los ingresos del contribuyente.
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